lunes, 22 de agosto de 2016

Los misterios del mar


Por Montserrat Rivera

Era una tarde soleada en la playa de Coatzacoalcos, una niña solitaria, con lágrimas en los ojos y mirando hacia abajo, caminaba sin rumbo cerca del mar. En su mente sólo albergaba el deseo de tener un amigo, alguien que jugara con ella, que la escuchara y que la aceptara, ya que tenía miedo a la soledad.

La niña solitaria cansada de caminar, se sienta en la arena, tapando la mirada con sus rodillas para llorar en silencio. El sonido de las olas y la brisa del mar salado, era lo único que podía escuchar. En ese momento una voz femenina la llama, levanta la cabeza y voltea donde proviene la voz. Lo primero que ve fue una concha redonda que tenía el dibujo de una flor. Sube la vista para ver quién le extendía la concha. Era una niña de su edad, de cabello negro y largo, su piel clara y tenía puesto un vestido azul con estampados blancos, pero lo que más le llamaba la atención eran los ojos de la otra niña que la miraba. Negros como la noche, no reflejaba malicia y le sonreía de forma pasiva. La niña solitaria la miraba confusa, al parecer le estaba ofreciendo la concha, decide tomarla y observarla más de cerca. La niña de ojos negros se sienta a su lado y observa el mar.

Estuvieron en silencio por unos minutos, la niña de los ojos negros saca de su bolsillo otra concha con el dibujo de una flor y la examina. En ese momento para romper el silencio entre ambas decide hablar:

-      Como te vi llorando, pensé en darte esta concha para que te sintieras mejor- Dijo con voz dulce.
-      - Grac- gracias… -Contesta la niña solitaria con timidez.
-       -Oye, ¿sabías que si encuentras una de estas conchas intactas, te pueden conceder un deseo?-
-       -¿En-enserio? –Contesta la niña solitaria, con timidez pero a la vez curiosa.
-       -Sí, normalmente se encuentran trozos de esta conchas, rara vez puedes encontrar enteras. Para que tu deseo se escuche tienes que pedirlo delante del mar. Sujeta y frótala en tus manos como un amuleto, pide tu deseo con todas tus fuerzas y el mar te escuchará. Si ve que tus sentimientos son sinceros, te lo concederá.-
La niña solitaria escuchaba con asombro lo que le decía su compañera, y con ojos brillantes miraba una vez más la concha. En ese momento la niña de ojos negros se dirige a la niña solitaria:
-       ¡Ah!  Cierto, no me presenté cuando me acerque a ti, mi nombre es Marella.-
-      - ¿Marella? Ese nombre nunca la había escuchado, ¿eres de aquí? – Pregunta la niña solitaria, curiosa.
-       No, vengo de muy lejos, pero suelo venir aquí cada verano de visita, disfrutando de la playa.
-      - ¿Te gusta mucho la playa?
-       - Me encanta, en especial el mar, me gusta jugar en la arena, recolectar conchas, construir un castillo y observar a los cangrejos. En especial cuando cierro los ojos puedo escuchar el sonido de las olas y de las gaviotas volando, es relajante y divertido–, contesta Marella con voz alegre.
La niña solitaria, observa a Marella. Con voz triste le pregunta:
-       -¿Y tus amigos?-
-     -  No tengo amigos, pero eso no me molesta. Siempre encuentro    maneras de divertirme, pero hoy hice una excepción. Te encontré llorando aquí y no me gusta ver a la gente triste, para animarte, te di esa concha para que ambas pudiéramos pedir un deseo juntas en el mar y después jugar hasta el atardecer ¿Qué te parece? – Marella contesta con una gran sonrisa a su compañera. Pero la niña solitaria le contesta:
-       -¿No te molesta estar conmigo? Soy muy tímida y los otros niños no quieren jugar conmigo porque dicen que soy rara.
-       -No. Eso es lo de menos, ahora estás conmigo y vamos a pasarlo bien.- Responde Marella con una brillante sonrisa.
Ambas pidieron su deseo enfrente del mar, para luego ir a jugar juntas. Toda esta tarde fueron momentos de alegría y risas para ambas. La niña solitaria ya no se sentía tan sola, había encontrado a una amiga con quién podía jugar. Conforme pasaba la tarde la niña solitaria se percataba de que algo extraño le pasaba a Marella: en algunos momentos miraba distraída hacia el mar, sumergida en sus pensamientos e inclusive cuando jugaban cerca de la orilla, ella se acercaba al agua y miraba de un lado a otro, como si estuviera buscando a alguien.
Cuando el ocaso estaba presente, las dos niñas estaban sentadas en un tronco que habían encontrado en el camino para descansar. La niña solitaria voltea donde estaba Marella, de nuevo sumergida en sus pensamientos, al estar preocupada por su nueva amiga decide preguntar:
-       -Marella…  ¿sucede algo? Te he visto muy distraída y en algunas ocasiones mirabas el mar con una expresión triste.
Marella miró a su amiga con una expresión triste:
-       -Lo siento… - contesta en voz baja.
-       -¿Por qué te disculpas? –, la niña solitaria tenía un sentimiento de inquietud y miedo de saber los motivos del comportamiento de Marella. Sentía como si ocultara algo.
-       Ésta será la última vez que visite esta playa, mi familia y yo tenemos que hacer un largo viaje, quieren que conozca más este mundo y ayudar a las personas que lo necesitan en los mares. Pero eso significaría que ya no podría verte más, me siento muy triste en dejar a una amiga, ya que tú eres mi primera amiga.
La niña solitaria seguía escuchando a Marella, su temor se hizo realidad; Su amiga se iba ir lejos para nunca volver, en su mente albergaba el pensamiento de que estaba destinada a la soledad y a ser separados de sus seres queridos para que ellos siguieran su camino.

Ambas decidieron terminar el descanso para caminar por la playa por última vez. La niña solitaria seguía en shock por la última conversación que caminaba en silencio, en ese momento ve que Marella no estaba a su lado y voltea hacia atrás, para ver a su amiga parada a mitad del camino y observándola con una sonrisa.
-      - Pero ¿sabes? Aunque fue poco tiempo que pasamos juntas, me divertí mucho, gracias a ti. sé lo que se siente tener amigos, que hiciera recuerdos divertidos y alegres, de ofrecerme tu amistad y confianza.
La niña solitaria sorprendida por dichas palabras, sentía que no podía estar todo el tiempo callada, mientras que su amiga decía estas palabras para animarla. En ese momento se acerca a su amiga y quita de su muñeca una pulsera de piedras azules para ofrecérsela.
-       -Quiero que tengas esta pulsera, es un objeto importante para mí, pero por eso, quiero que mi amiga que se convirtió en una persona importante lo tenga, así cuando te sientas triste y nostálgica, lo veas y te acuerdes de mí.
Marella con lágrimas en los ojos y una bella sonrisa reflejada en su rostro, le dice:
-       -Escúchame, cuando te sientas sola, cuando sientas que la soledad te consume, cierra los ojos, escucha las olas y siente la brisa de la playa. Si logras escuchar una hermosa canción proveniente del mar, eso significa que la diosa del mar te está consolando y quiere decirte que tú no estás sola. Yo rezaré para que encuentres un día la felicidad. Gracias Aída.- Agradeciéndole a su amiga pronunciando su nombre por primera vez.
-       -¿Cómo sabe-? – en ese momento fue interrumpida por su amiga.
-      - Lo supe desde el principio, por eso no pregunté tu nombre. Se podía decir que puedo leer la mente de las personas.
Marella agarra las dos manos de Aída con delicadeza y con una sonrisa risueña se dirige a su amiga:

-       -Aída, necesito que me hagas un favor ¿Podías cerrar los ojos por un momento? Cuando logres escuchar la canción de la diosa, podrás abrir tus ojos.

Aída le hizo caso a Marella y cerró sus ojos. Al principio sólo escuchaba el sonido de las olas, pero poco a poco llegaba en sus oídos una leve melodía en la lejanía, hasta llegar a convertirse en una bella canción. Aída no podía creer lo que estaba escuchando, abrió los ojos para contárselo a su amiga pero ya no se encontraba. Buscaba con la mirada de un lado a otro y ni rastro de ella. En ese instante se escuchó una melodía por las aguas y ella vio a lo lejos a un grupo de delfines que lo estaban observando. Entre ellas se encontraba un delfín cría. En su pequeña aleta, lucía la pulsera de piedras azules que había dado como presente.

viernes, 5 de agosto de 2016

SIMPLE


 por Eduardo Urbán 

Viajé sin descanso, a veces rápido a veces suavemente, cuando llegué a la ciudad curiosee por todos lados, toqué todo a lo que me acerqué, seguía sin descanso pasando por avenidas, parques plazas, callejones, campos deportivos, el tiempo nunca me importó.

Me encuentro en el centro de la ciudad cuando lo veo, es alto, fornido, guapo, toco su suave piel, de inmediato lo abrazo con fuerza, es mío, lo disfruto.

Continúo por la avenida principal, ella viene de frente ¡qué figura! ¡que rostro! suavemente toco sus labios que me encienden, levanto rápidamente su vestido para acariciar sus piernas sin sentir pena, pudor o recato, la acompaño unos pasos para abandonarla e ir más rápido, así empiezo a correr por las diferentes calles y avenidas, entro por las puertas y ventanas abiertas de oficinas y comercios, me acerco a los suburbios para entrar a las casas que tienen abiertas puertas y ventanas, al salir de la ciudad siento el ambiente cálido que me da fuerza para correr por los campos.

Mi velocidad se acrecenta, golpeo lo que se me pone enfrente no lo puedo evitar, pronto siento un gran impulso con lo que empiezo a girar doblando yerbas y ramas.

Mis giros se hacen incontrolables levanto del piso basura, tierra, animales, vehículos, casas.

Dentro de mi torbellino giran los restos de todo lo que he tocado, a mi derredor lluvia y granizo, sirenas. Por todos lados miedo desesperación y llanto.

Me siento cansada ha sido una locura como siempre, voy aminorando mi ímpetu, a cada avance mi fuerza disminuye por lo que abarco menos extensión, me estoy debilitando pero continúo por montes y valles, bosque y praderas.

Ahora casi sin fuerzas, en estos sembradíos voy desapareciendo hasta dejar sólo mi última huella tan ancha como un hilo más ha quedado testimonio de mi paso por el mundo.


muero, pero estoy consciente de que empecé como una suave brisa-

BILLETES



 Por Eduardo Urbán 

La escalera por la que bajara casi a tientas desaparecía bajo sus pies, ya que en su cabeza todo era confusión: ruidos extraños, gritos, luces deslumbrantes. Las escenas se sucedían sin poder discernir qué era real.

Por momentos un frío terrible lo inmovilizaba haciéndolo temblar como si convulsionara, así que con trabajos llegó al pie de la derruida escalera de la vieja y deteriorada vecindad en la que vivía. Los vecinos con los que se encontraba se hacían a un lado, lo que atribuía a su gran estatura que lo hacía impresionante. Tal hecho era para él irrelevante, pues sólo pensaba en cruzar la avenida por el puente peatonal elevado, llegar a la esquina y caminar media cuadra para encontrar al Marranilla, quien le daría la dosis que lo haría sentirse inmejorable.

A su mente llegó una escena que parecía acababa de suceder: él exigiendo dinero a su madre, ella negándoselo. Siguieron gritos, golpes, patadas, todo se confundía con música estridente, luces brillantes y multicolores; el salir de la vivienda y El Marranilla esperando con su dotación.
Hoy será un buen día, nada se interpondría, no como aquella vez que lo detuvieron para llevarlo a una clínica de rehabilitación, de la que escapó a medio programa.

Dobló en la esquina para lentamente avanzar soportando la tembladera por el frío, los constantes dolores de cabeza y la depresión que le hace recordar la escena de gritos, golpes, patadas, el robo de ahorros en la casa y al Marranilla que lo estaría esperando. Llegó a la avenida con dificultad, luego al puente peatonal. Nuevamente las personas con que se encontraba lo evadían o de plano huían para alejarse.

Se revisó y sí, estaba vestido, no como otras veces. Traía zapatos y a esa maldita depresión acompañada de la temblorina e imágenes raudas y deslumbrantes; los recuerdos de los aparentes golpes y  patadas lo hacían llorar constantemente.

Al encontrarse sobre el puente más allá de la mitad de la avenida, todo se le juntó, al darse cuenta de que sólo traía unos cuantos billetes que no cubrían lo que el Marranilla exigiría; dio traspiés y cuando quiso asirse al barandal sólo vio sus manos pasar de largo hacia el vacío.

Una anciana que llegaba a lo alto de la escalera gritó aterrorizada al ver el cuerpo caer sobre la cabina de un camión refrigerador; el chofer del camión repartidor escuchó el fuerte golpe sobre su cabeza, luego el rebotar con el frente de la caja. Frenó poco a poco debido al peso de la mercancía que transportaba, lo que lo llevó a detenerse unos veinte metros adelante, al tiempo que vio pasar frente al parabrisas el cuerpo del hombre que cayó al pavimento pesadamente cuando se detuvo.

La anciana que había gritado, bajó con una mano metida en la bolsa de su delantal, donde el sudor mojaba terriblemente a unos cuantos billetes arrugados. Pese a los grandes dolores en sus rodillas y otras dolencias físicas siguió avanzando lentamente hasta llegar a la bola de curiosos que rodeaban al hombre caído; terriblemente impresionada vio cómo se acercaba un policía para retirar a los morbosos y así dejar campo libre al accidentado.

-       ¡Abuelita,  por favor no se acerque! ¡Retírese, sólo es un accidentado!.

-       ¡Por favor, sr.  policía!… ¡Es mi hijo!

Ejercicio 3: UN RECUERDO


 por Eduardo Urbán

Su menuda figura, su cara llena de cicatrices de viruela, su poco cabello peinado en dos trenzas delgaditas que le daban debajo de los hombros. Traía permanentemente en una mano su eterno cigarrillo marca Alas, del que no aspiraba el humo sino le soplaba para conservarlo encendido y en la boca un dulce duro de anís para mezclar el sabor del tabaco con el dulce.

En el corredor que se encontraba alrededor de su jardín cuadrado de aproximadamente quince metros por lado, con una fuente redonda en el centro, con su techo inclinado de tejas bien alineadas, pendían jaulas con pájaros: zenzontles, jilgueros, canarios, primaveras y más, que con sus trinos constantes y alternados hacían la delicia de los moradores y visitantes.

Una tarde a la semana tomaba la abuela una sillita con asiento de tule y la colocaba junto a la puerta de la cocina que daba al jardín. Sacaba su anafre para poner a los nietos a encender la lumbre, para lo cual teníamos que ir a la cocina de humo, tomar un poco de carbón de la carbonera, ponerlo en una caja, buscar hojas de periódico y cerillos, llevarlos al corredor, colocar en la parte baja de la charola del bracero los trozos pequeños de carbón, arriba unos más grandecitos, en la parte inferior o boca del bracero meter papel periódico y encenderlo para que la flama propicie la pequeña fogata, sobre la que se sentará la cazuela, en la que la abuela preparará sus ates y dulces de leche.

Un festín de aromáticas memorias se va entretejiendo: primero, el aroma del fósforo encendido con su llama pegada al periódico, que rápidamente enciende desprendiendo su aroma a papel quemado. Después, al tomar el aventador o soplador ( especie de abanico grueso hecho de hoja de carrizo o bejuco) para agitarlo enérgicamente a corta distancia de la boca del anafre hace un fuego muy vivo que sube por la rejilla de la charola haciendo crepitar los pequeños carbones, que a su vez encienden los trozos más grandes y desprenden su aroma ocre, acompañado del inolvidable humo que inevitablemente hacía llorar.  Al propiciarse un fuego vivo sobre el que se ponían las cazuelas de mi abuela, nos manteníamos cerca, soplando a la lumbre, agitando el aventador para mantener el fuego y percibir mejor los aromas del arroz con leche, las cocadas, los ates de guayaba, tejocote o membrillo y tantos olores más, todos diversos y característicos.

Cuando la abuela se ponía por la tarde a hacer sus dulces sacaba un antiguo radio con caja de madera, lo encendía para que entre ruidos raros y confusos pudiera escuchar sus radio novelas.  Así oímos “Aníta de Montemar”, “El muro del odio”, “El derecho de nacer” y otras tantas historias que con sus bien estructurados episodios nos embebían toda la tarde y casi sin darnos cuenta pasaba el tiempo hasta la llegada del anochecer. En todo el proceso había un momento muy ansiado: saborear los calzones de las cazuelas. Tan deliciosa ceremonia consistía en cultivar la paciencia y esperar a que se terminaran de envasar los dulces elaborados, para después saborear los deliciosos sobrantes que quedaban al fondo de las cazuelas, que con el dedo índice limpiábamos para chuparnos la falange de manera deleitosa.

Para esto, ya era la noche y a alguno lo habían mandado por el pan: un peso de bolillos grandes, que equivalía a diez más uno de ganancia, los cuales eran más del doble del tamaño normal. Mientras tanto, los demás seguíamos escuchando el radio, según el día de la semana: “Carlos Lacroix”, “Los catedráticos Forhans”, “El Dr. I.Q.”, “El monje loco”, “Los aficionados”, “La banda de Huipanguillo”, “La hora Azul”, “La policía siempre vigila” …


Y así como éste, muchos gratos recuerdos más de la casa de la abuela…

EJERCICIO 2: Fotografía

por Eduardo Urbán

Cuatro poniente mil ciento doce. La dirección está en el centro de la ciudad, fue fácil localizarla; la sorpresa fue ver que se trataba del Mercado de los Sabores. Temiendo llegar tarde pasé de prisa por la explanada que se encuentra invadida por cuatro contenedores de ferrocarril: tres estaban cerrados y uno dedicado a la venta de libros,  a cuya encargada me acerqué para preguntar por el taller de lectoescritura. Ella me contestó:

- Son los sábados de doce en adelante.

Entré en el mercado y observé que varios puestos estaban desiertos, mientras los restantes con muy pocos parroquianos. El suave calor  y los aromas de la comida frita me distrajeron un momento: garnachas, pescado, plátanos y quién sabe cuántas preparaciones más. Al ver que el mercado no tenía un lugar apropiado para otra actividad que no fuera la venta de comida pregunté por la administración  y a ella me dirigí a pedir informes, pero nadie pudo brindarme dato alguno, sólo me indicaron de manera desconcertada que fuera a los contenedores a lo mejor ahí si me informarían.

Salí del mercado junto con seis jóvenes que terminaron de comer y por lo visto muy opíparamente, ya que balanceaban sus cuerpos al ritmo de sus pasos, limpiando sus dientes con palillos y comentado animosos sus siguientes actividades del día; sus risas contagiosas quedaron atrás. La tarde nublada anunciaba la lluvia inminente pero ellos eligen por destino la casa de Pedro llegando a ella no importaría la lluvia fue el comentario de una agraciada joven participante del grupo.


Seguían cerrados los contenedores pero en uno de ellos estaban pegados los carteles de la propaganda del taller...

miércoles, 3 de agosto de 2016

DESPEDIDA DE OTOÑO

por Margarita Tlacchino

Aún recuerdo aquel 29 de octubre. Era un día de otoño, sentía tanto frío como el que ahora permanece en mi corazón; ese vacío que con nada he podido llenar. Mis pesadillas no cesan desde entonces.

Eran las seis de la mañana y suena la alarma. Me despierto inmediatamente y me pregunto si mi padre va a llevarme a la escuela el día de hoy pues, por la charla de anoche, hoy tendrá que irse más temprano de lo habitual, lo cual me entristeció un poco debido a que si no lo hacía, no tendríamos nuestras conversaciones acerca de cómo comportarme ante los chicos y ser cuidadosa para encontrar a alguien como él... Bueno, siempre me asustó la idea de ver la cara de papá al decirle que tendría una cita, esperando su aprobación; y aunque tengo poco más de 20 años y ha otorgado el “privilegio” de que su pequeña sea más libre, me detiene el saber que pronto me desharía de sus cariños. Me levanto para arreglarme y me dirijo hacia el baño. Siempre he disfrutado de esas duchas largas observando el color de las paredes con ese tono marmoleado azul que me recordaba el imponente mar, el sonido del grifo dejando salir más agua, golpeando contra la que ya llenaba más de la mitad de la tina; ese olor agradable a jabón de orquídeas que rondaba todo el tiempo. Hasta ver el champú me resultaba majestuoso al recordar los resultados que dejaría en mi pelo. Hoy no me daría ese lujo, pues tenía más ganas de apresurarme y ver la alegre sonrisa de papá para tener por lo menos eso presente en cada clase.

De pronto, lo único que había eran imágenes que se tambaleaban en mi mente, mi padre y yo paseando por ese fantástico parque al que solía llevarme cuando era niña. En especial, me encantaba caminar de la mano de él bajo los árboles de otoño. El sonido de las hojas al pisarlas era como una hermosa melodía. Se comenzaron a tornar borrosas y de repente… todo oscureció.
-¡Papá! ¡Papá! ¡Por favor despierta! ¡Te necesito!
No sé cuándo terminará este tormento. Ojalá todo fuera como antes. Ni siquiera pensaba en que el día que parecía el más feliz de mi vida, no terminaría siéndolo. Aún recuerdo cómo los días transcurrían tranquilamente por mi vida, lo sencillo y feliz que era todo…
-¡Ring! ¡Ring!
Estaba sonando el despertador. Un día más en la escuela, un día más de vivir, me encantaba vivir…

Después de haberme aseado y puesto el uniforme, tomé mi mochila y bajé las escaleras.
-Hola papá – saludé de la manera más jovial que de costumbre, y como siempre, primero a papá.
- Hola mamá – dije haciendo el amago de darle un beso mientras ella se alejaba para no derramar las tazas de café sin llegar a ponerlas en su sitio.
-Hola Olivia – ambos respondieron al tiempo que saboreaban su café.
-Así que la idea de que estos sean tus últimos meses en el instituto… ¿te asienta muy bien no?
-No la molestes Santiago, recuerda que tiene que conservar esa alegría que hoy trae; no se ve todos los días ¿cierto?
-Es cierto querida, mejor me voy ocupando en el desayuno, nadie más lo piensa hacer al parecer – dijo sentándose ya a la mesa, tomando sus cubiertos.
Me limité a sonreír alegremente y procedí a sentarme.

Los desayunos, así como las cenas, eran lo mejor de todos mis días. Me permitían conocer mejor a mis padres, ya que 22 años no me habían sido suficientes todavía. Mientras ellos platicaban, sólo me limité a verlos y no pude evitar extender una sonrisa a lo largo de mi rostro, sin dejar de pensar que no podía nunca quejarme de ellos, pues al parecer siempre estaríamos juntos así, felices.
-¿Tú qué opinas Olivia? – dijo papá.
-¿El qué? – solté, tras obligarme a salir de mis pensamientos, mirándolo fijamente para que no notase mi distracción. Pero como siempre, lo terminaba haciendo, provocando una carcajada que, si no fuera por las enormes paredes rústicas que nos rodeaban, los vecinos de nación, lo escucharían.
-¿Recuerdas el chico del que le hablaste a tu padre? Al fin accedió a invitarlo a cenar. ¡Será esta misma noche!
-¿Lo dices enserio mamá? – saltando de la emoción, corrí a darle un abrazo y un beso; posteriormente a papá también. – muchas gracias de veras –
-¿Quieres llamarle ahora mismo?
-No le des ideas Miranda, con lo emocionada que está seguro aquel tipo piensa que mi niña quiere que salgan, pero se equivoca – ya empezaba a hacer gestos de desaprobación – que ni crea que después de la cena, me robará a mi pequeña … - Antes de que pronunciara la siguiente palabra le interrumpí:
- No te preocupes papá, yo más tarde le comunico la gran noticia… cuando esté más tranquila – Puse la mochila sobre mi hombro y apresuré el paso hasta el auto.
Con mi padre al lado, iba a ser difícil ocultar mi sonrisa durante los 20 minutos que duraba el trayecto, además de que ya sabía las útiles recomendaciones de parte de Santiago para que todo saliera de maravilla esa noche. Lamentablemente le di atención sólo a los últimos segundos, justo antes de abrir la puerta.

-Y recuerda hija, no uses ningún vestido rojo ni ajustado esta noche. Tal vez Miranda pueda prestarte su preciado vestido de lino azul – dijo guiñando el ojo al tiempo que comenzaba a bajarme y se descomponía mi felicidad reflejada en la cara, quedando pasmada.
-¡Ni que lo digas papá!, tampoco exageremos. Descuida, recordaré: “nada rojo ni ajustado”
Y así estuve durante gran parte del día, repitiendo “nada rojo ni ajustado, nada rojo ni ajustado” hasta que salí de la escuela.

Abrí mi armario después de ducharme y para mi sorpresa, el único vestido que había era rojo. No era ajustado ni escotado, así que tal vez… ¡NO!, me reprendí a mí misma. No quería darle ni el más mínimo disgusto a mi padre; ya muy difícil me fue convencerlo para que me dejase hablar con alguien, que no fuera de álgebra o más cosas acerca de la escuela.

Entonces recordé que tenía otros vestidos en la tintorería, y aunque me los entregaban mañana, cabía la posibilidad de que ya estuvieran listos. Pero sólo oí la contestadora con una dulce voz diciendo que a causa de su aniversario, habían cerrado temprano.

Escuché los pasos de mi madre y de pronto sus nudillos contra la puerta.
-Toc toc – dijo con voz cantarina y enseguida abrió - ¡Hija!, ¿aún con la bata de baño?
-Lo sé mamá, no me dará tiempo de arreglarme, faltan 30 minutos para que Dan llegue y ni siquiera tengo qué ponerme.
-Tú no te preocupes, sabía que algo como esto sucedería. Siempre pasa en tu primera cita, pero tengo una solución, vamos a mi habitación que allí tengo justo lo adecuado para ti – murmuró mientras me tocaba la punta de la nariz con el dedo para después tirar de mí para correr a su cuarto.

Me sorprendió lo parecido que piensan mis padres. Así que respiré hondo y me dispuse a girarme al espejo tras haberme puesto aquel vestido azul que tanto mencionaba mi padre. Era un largo vestido confeccionado en 100% lino según la etiqueta, con ese cierre invisible al lateral derecho, de manga corta, escote cuadrado a la altura de la clavícula, y un gran moño negro ceñido a la cintura. No me lo esperaba pero sí que me gustó tanto como el peinado. Esos pocos días que mamá fue a esas clases en las que yo era su modelo cuando era niña, le sirvieron mucho. Este día hizo milagros con mi pelo, y el maquillaje ni se diga, demasiado natural, todo lo que yo hubiera hecho si el tiempo no se terminara tan rápido.

Ya podía oler el exquisito guisado de mamá mientras bajábamos las escaleras. Esta noche sí que deseaba impresionar. Aún no terminábamos de poner los pies en el último escalón cuando oí lo más esperado. ¡Ding dong!

-Respira hija, respira – hacía movimientos con las manos y la boca para explicarme.
-Claro que sí mamá, aunque se me olvide, creo que sigo respirando, eso no lo mando yo.
Corrí a abrir la puerta pero, no era a quien yo quería ver.
-¿La señora Miranda? – dijeron un par de policías altos y sus típicos uniformes negros. Sorprendida, y con el aliento que logró salir pude articular:
-Sí, aquí es.
-¿Podemos entrar señorita?
-Claro, pasen.
Mamá yacía de pie al lado del sofá estupefacta al ver el rostro de los oficiales, cuya expresión delataba una muy mala noticia. Nos hicieron sentarnos, explicándonos la situación mostrando máxima empatía para suavizar las palabras finales:
-El señor Santiago Gámez, ha muerto.

Han pasado ya tres años desde aquella noticia y no dejo de sentir ese gran golpe. Nunca olvidaré esas palabras. Me causan pesadillas. Ya no existirán sus consejos amorosos sobre chicos, no más sonrisas, no más paseos divertidos en el parque, no más desayunos y cenas agradables, ni regaños que siempre terminaban en interminables confesiones por la confianza que tenía a mi padre. Esa palabra… “papá”, no podría pronunciarla más.

Esta mañana, tras la pesadilla de la que desperté gritándole, decidí traerle un ramo de flores, lirios blancos, sus favoritas.
Después de llorar durante no sé cuánto tiempo, me fui a sentar en la banca que se situaba en la esquina del parque que estaba cerca y que tanto me gustaba visitar, y para mi sorpresa ahí se encontraba Dan.
-Olivia – habló con voz suave a la vez que me frotaba la espalda. Giré la cabeza tan rápidamente que casi se me rompe el cuello. Creo que iba tan ensimismada que no me percaté de que estaba allí; pude haberme sentado en el suelo, tampoco me daría cuenta.
-¡Dan!
Me lancé a sus brazos, como si tuviera años que no lo veía; cuando en realidad habían sido solo unas horas, pues anoche mi madre le permitió estar en casa hasta tarde. Se quedó contándome historias muy divertidas hasta que me quedé dormida y ayudó a mamá a llevarme al dormitorio. Dan ha sido un gran apoyo estos años. Sé que a mi padre le hubiera gustado ver lo feliz que soy, aprobando así nuestro compromiso.

-Deduje que estarías aquí. Ayer, antes de marcharme, te oí decir “papá” con una gran sonrisa. Y como hoy es 29 de octubre, era obvio encontrarte sentada en esta banca.
-Sí. Un día quisiera despertar con el llamado de mi padre desde la cocina, describiendo el delicioso desayuno que seguramente ya habría empezado a probar.

-Lo sé, pero ese desayuno que tanto te describe en sueños, es del que debes alimentarte, debes estar fuerte, seguir adquiriendo energía; no querrás desmayarte en el día de nuestra boda.

Le sonreí, le di otro abrazo y un beso en la mejilla. Me tomó de la mano, me ayudó a levantarme y comenzamos a caminar bajo los árboles deshojándose en este otoño, despidiéndome un año más en silencio…