por Margarita Tlacchino
Aún
recuerdo aquel 29 de octubre. Era un día de otoño, sentía tanto frío como el
que ahora permanece en mi corazón; ese vacío que con nada he podido llenar. Mis
pesadillas no cesan desde entonces.
Eran las
seis de la mañana y suena la alarma. Me despierto inmediatamente y me pregunto
si mi padre va a llevarme a la escuela el día de hoy pues, por la charla de
anoche, hoy tendrá que irse más temprano de lo habitual, lo cual me entristeció
un poco debido a que si no lo hacía, no tendríamos nuestras conversaciones
acerca de cómo comportarme ante los chicos y ser cuidadosa para encontrar a
alguien como él... Bueno, siempre me asustó la idea de ver la cara de papá al
decirle que tendría una cita, esperando su aprobación; y aunque tengo poco más
de 20 años y ha otorgado el “privilegio” de que su pequeña sea más libre, me detiene el saber que
pronto me desharía de sus cariños. Me levanto para arreglarme y me dirijo hacia
el baño. Siempre he disfrutado de esas duchas largas observando el color de las
paredes con ese tono marmoleado azul que me recordaba el imponente mar, el
sonido del grifo dejando salir más agua, golpeando contra la que ya llenaba más
de la mitad de la tina; ese olor agradable a jabón de orquídeas que rondaba todo
el tiempo. Hasta ver el champú me resultaba majestuoso al recordar los
resultados que dejaría en mi pelo. Hoy no me daría ese lujo, pues tenía más
ganas de apresurarme y ver la alegre sonrisa de papá para tener por lo menos
eso presente en cada clase.
De pronto,
lo único que había eran imágenes que se tambaleaban en mi mente, mi padre y yo
paseando por ese fantástico parque al que solía llevarme cuando era niña. En
especial, me encantaba caminar de la mano de él bajo los árboles de otoño. El
sonido de las hojas al pisarlas era como una hermosa melodía. Se comenzaron a
tornar borrosas y de repente… todo oscureció.
-¡Papá!
¡Papá! ¡Por favor despierta! ¡Te necesito!
No sé
cuándo terminará este tormento. Ojalá todo fuera como antes. Ni siquiera
pensaba en que el día que parecía el más feliz de mi vida, no terminaría
siéndolo. Aún
recuerdo cómo los días transcurrían tranquilamente por mi vida, lo sencillo y
feliz que era todo…
-¡Ring!
¡Ring!
Estaba
sonando el despertador. Un día más en la escuela, un día más de vivir, me
encantaba vivir…
Después de haberme aseado y puesto el
uniforme, tomé mi mochila y bajé las escaleras.
-Hola
papá – saludé de la manera más jovial que de costumbre, y como siempre, primero
a papá.
- Hola
mamá – dije haciendo el amago de darle un beso mientras ella se alejaba para no
derramar las tazas de café sin llegar a ponerlas en su sitio.
-Hola
Olivia – ambos respondieron al tiempo que saboreaban su café.
-Así que
la idea de que estos sean tus últimos meses en el instituto… ¿te asienta muy
bien no?
-No la
molestes Santiago, recuerda que tiene que conservar esa alegría que hoy trae;
no se ve todos los días ¿cierto?
-Es
cierto querida, mejor me voy ocupando en el desayuno, nadie más lo piensa hacer
al parecer – dijo sentándose ya a la mesa, tomando sus cubiertos.
Me limité
a sonreír alegremente y procedí a sentarme.
Los
desayunos, así como las cenas, eran lo mejor de todos mis días. Me permitían
conocer mejor a mis padres, ya que 22 años no me habían sido suficientes todavía.
Mientras ellos platicaban, sólo me limité a verlos y no pude evitar extender
una sonrisa a lo largo de mi rostro, sin dejar de pensar que no podía nunca
quejarme de ellos, pues al parecer siempre estaríamos juntos así, felices.
-¿Tú qué
opinas Olivia? – dijo papá.
-¿El qué?
– solté, tras obligarme a salir de mis pensamientos, mirándolo fijamente para
que no notase mi distracción. Pero como siempre, lo terminaba haciendo,
provocando una carcajada que, si no fuera por las enormes paredes rústicas que
nos rodeaban, los vecinos de nación, lo escucharían.
-¿Recuerdas
el chico del que le hablaste a tu padre? Al fin accedió a invitarlo a cenar. ¡Será
esta misma noche!
-¿Lo
dices enserio mamá? – saltando de la emoción, corrí a darle un abrazo y un
beso; posteriormente a papá también. – muchas gracias de veras –
-¿Quieres
llamarle ahora mismo?
-No le
des ideas Miranda, con lo emocionada que está seguro aquel tipo piensa que mi
niña quiere que salgan, pero se equivoca – ya empezaba a hacer gestos de
desaprobación – que ni crea que después de la cena, me robará a mi pequeña … -
Antes de que pronunciara la siguiente palabra le interrumpí:
- No te
preocupes papá, yo más tarde le comunico la gran noticia… cuando esté más
tranquila – Puse la mochila sobre mi hombro y apresuré el paso hasta el auto.
Con mi
padre al lado, iba a ser difícil ocultar mi sonrisa durante los 20 minutos que
duraba el trayecto, además de que ya sabía las útiles recomendaciones de parte
de Santiago para que todo saliera de maravilla esa noche. Lamentablemente le di
atención sólo a los últimos segundos, justo antes de abrir la puerta.
-Y
recuerda hija, no uses ningún vestido rojo ni ajustado esta noche. Tal vez
Miranda pueda prestarte su preciado vestido de lino azul – dijo guiñando el ojo
al tiempo que comenzaba a bajarme y se descomponía mi felicidad reflejada en la
cara, quedando pasmada.
-¡Ni que
lo digas papá!, tampoco exageremos. Descuida, recordaré: “nada rojo ni
ajustado”
Y así
estuve durante gran parte del día, repitiendo “nada rojo ni ajustado, nada rojo
ni ajustado” hasta que salí de la escuela.
Abrí mi
armario después de ducharme y para mi sorpresa, el único vestido que había era
rojo. No era ajustado ni escotado, así que tal vez… ¡NO!, me reprendí a mí
misma. No quería darle ni el más mínimo disgusto a mi padre; ya muy difícil me
fue convencerlo para que me dejase hablar con alguien, que no fuera de álgebra
o más cosas acerca de la escuela.
Entonces
recordé que tenía otros vestidos en la tintorería, y aunque me los entregaban
mañana, cabía la posibilidad de que ya estuvieran listos. Pero sólo oí la contestadora
con una dulce voz diciendo que a causa de su aniversario, habían cerrado
temprano.
Escuché
los pasos de mi madre y de pronto sus nudillos contra la puerta.
-Toc toc
– dijo con voz cantarina y enseguida abrió - ¡Hija!, ¿aún con la bata de baño?
-Lo sé
mamá, no me dará tiempo de arreglarme, faltan 30 minutos para que Dan llegue y
ni siquiera tengo qué ponerme.
-Tú no te
preocupes, sabía que algo como esto sucedería. Siempre pasa en tu primera cita,
pero tengo una solución, vamos a mi habitación que allí tengo justo lo adecuado
para ti – murmuró mientras me tocaba la punta de la nariz con el dedo para
después tirar de mí para correr a su cuarto.
Me
sorprendió lo parecido que piensan mis padres. Así que respiré hondo y me
dispuse a girarme al espejo tras haberme puesto aquel vestido azul que tanto
mencionaba mi padre. Era un largo vestido confeccionado en 100% lino según la
etiqueta, con ese cierre invisible al lateral derecho, de manga corta, escote
cuadrado a la altura de la clavícula, y un gran moño negro ceñido a la cintura.
No me lo esperaba pero sí que me gustó tanto como el peinado. Esos pocos días
que mamá fue a esas clases en las que yo era su modelo cuando era niña, le
sirvieron mucho. Este día hizo milagros con mi pelo, y el maquillaje ni se
diga, demasiado natural, todo lo que yo hubiera hecho si el tiempo no se
terminara tan rápido.
Ya podía
oler el exquisito guisado de mamá mientras bajábamos las escaleras. Esta noche
sí que deseaba impresionar. Aún no terminábamos de poner los pies en el último
escalón cuando oí lo más esperado. ¡Ding dong!
-Respira
hija, respira – hacía movimientos con las manos y la boca para explicarme.
-Claro
que sí mamá, aunque se me olvide, creo que sigo respirando, eso no lo mando yo.
Corrí a
abrir la puerta pero, no era a quien yo quería ver.
-¿La
señora Miranda? – dijeron un par de policías altos y sus típicos uniformes
negros. Sorprendida, y con el aliento que logró salir pude articular:
-Sí, aquí
es.
-¿Podemos
entrar señorita?
-Claro,
pasen.
Mamá
yacía de pie al lado del sofá estupefacta al ver el rostro de los oficiales,
cuya expresión delataba una muy mala noticia. Nos hicieron sentarnos,
explicándonos la situación mostrando máxima empatía para suavizar las palabras
finales:
-El señor Santiago Gámez, ha muerto.
Han
pasado ya tres años desde aquella noticia y no dejo de sentir ese gran golpe. Nunca
olvidaré esas palabras. Me causan pesadillas. Ya no existirán sus consejos
amorosos sobre chicos, no más sonrisas, no más paseos divertidos en el parque, no
más desayunos y cenas agradables, ni regaños que siempre terminaban en
interminables confesiones por la confianza que tenía a mi padre. Esa palabra…
“papá”, no podría pronunciarla más.
Esta
mañana, tras la pesadilla de la que desperté gritándole, decidí traerle un ramo
de flores, lirios blancos, sus favoritas.
Después
de llorar durante no sé cuánto tiempo, me fui a sentar en la banca que se
situaba en la esquina del parque que estaba cerca y que tanto me gustaba
visitar, y para mi sorpresa ahí se encontraba Dan.
-Olivia –
habló con voz suave a la vez que me frotaba la espalda. Giré la cabeza tan rápidamente
que casi se me rompe el cuello. Creo que iba tan ensimismada que no me percaté
de que estaba allí; pude haberme sentado en el suelo, tampoco me daría cuenta.
-¡Dan!
Me lancé
a sus brazos, como si tuviera años que no lo veía; cuando en realidad habían
sido solo unas horas, pues anoche mi madre le permitió estar en casa hasta
tarde. Se quedó contándome historias muy divertidas hasta que me quedé dormida
y ayudó a mamá a llevarme al dormitorio. Dan ha sido un gran apoyo estos años.
Sé que a mi padre le hubiera gustado ver lo feliz que soy, aprobando así
nuestro compromiso.
-Deduje
que estarías aquí. Ayer, antes de marcharme, te oí decir “papá” con una gran
sonrisa. Y como hoy es 29 de octubre, era obvio encontrarte sentada en esta
banca.
-Sí. Un
día quisiera despertar con el llamado de mi padre desde la cocina, describiendo
el delicioso desayuno que seguramente ya habría empezado a probar.
-Lo sé,
pero ese desayuno que tanto te describe en sueños, es del que debes
alimentarte, debes estar fuerte, seguir adquiriendo energía; no querrás
desmayarte en el día de nuestra boda.
Le
sonreí, le di otro abrazo y un beso en la mejilla. Me tomó de la mano, me ayudó
a levantarme y comenzamos a caminar bajo los árboles deshojándose en este
otoño, despidiéndome un año más en silencio…
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