por Eduardo Urbán
Cuatro poniente mil ciento doce. La
dirección está en el centro de la ciudad, fue fácil localizarla; la sorpresa
fue ver que se trataba del Mercado de los Sabores. Temiendo llegar tarde pasé
de prisa por la explanada que se encuentra invadida por cuatro contenedores de
ferrocarril: tres estaban cerrados y uno dedicado a la venta de libros, a cuya encargada me acerqué para
preguntar por el taller de lectoescritura. Ella me contestó:
- Son los sábados
de doce en adelante.
Entré en el
mercado y observé que varios puestos estaban desiertos, mientras los restantes
con muy pocos parroquianos. El suave calor y los aromas de la comida frita me distrajeron un momento:
garnachas, pescado, plátanos y quién sabe cuántas preparaciones más. Al ver que
el mercado no tenía un lugar apropiado para otra actividad que no fuera la
venta de comida pregunté por la administración y a ella me dirigí a pedir informes, pero nadie pudo brindarme
dato alguno, sólo me indicaron de manera desconcertada que fuera a los
contenedores a lo mejor ahí si me informarían.
Salí del mercado
junto con seis jóvenes que terminaron de comer y por lo visto muy opíparamente,
ya que balanceaban sus cuerpos al ritmo de sus pasos, limpiando sus dientes con
palillos y comentado animosos sus siguientes actividades del día; sus risas
contagiosas quedaron atrás. La tarde nublada anunciaba la lluvia inminente pero
ellos eligen por destino la casa de Pedro llegando a ella no importaría la
lluvia fue el comentario de una agraciada joven participante del grupo.
Seguían cerrados
los contenedores pero en uno de ellos estaban pegados los carteles de la
propaganda del taller...
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