viernes, 5 de agosto de 2016

Ejercicio 3: UN RECUERDO


 por Eduardo Urbán

Su menuda figura, su cara llena de cicatrices de viruela, su poco cabello peinado en dos trenzas delgaditas que le daban debajo de los hombros. Traía permanentemente en una mano su eterno cigarrillo marca Alas, del que no aspiraba el humo sino le soplaba para conservarlo encendido y en la boca un dulce duro de anís para mezclar el sabor del tabaco con el dulce.

En el corredor que se encontraba alrededor de su jardín cuadrado de aproximadamente quince metros por lado, con una fuente redonda en el centro, con su techo inclinado de tejas bien alineadas, pendían jaulas con pájaros: zenzontles, jilgueros, canarios, primaveras y más, que con sus trinos constantes y alternados hacían la delicia de los moradores y visitantes.

Una tarde a la semana tomaba la abuela una sillita con asiento de tule y la colocaba junto a la puerta de la cocina que daba al jardín. Sacaba su anafre para poner a los nietos a encender la lumbre, para lo cual teníamos que ir a la cocina de humo, tomar un poco de carbón de la carbonera, ponerlo en una caja, buscar hojas de periódico y cerillos, llevarlos al corredor, colocar en la parte baja de la charola del bracero los trozos pequeños de carbón, arriba unos más grandecitos, en la parte inferior o boca del bracero meter papel periódico y encenderlo para que la flama propicie la pequeña fogata, sobre la que se sentará la cazuela, en la que la abuela preparará sus ates y dulces de leche.

Un festín de aromáticas memorias se va entretejiendo: primero, el aroma del fósforo encendido con su llama pegada al periódico, que rápidamente enciende desprendiendo su aroma a papel quemado. Después, al tomar el aventador o soplador ( especie de abanico grueso hecho de hoja de carrizo o bejuco) para agitarlo enérgicamente a corta distancia de la boca del anafre hace un fuego muy vivo que sube por la rejilla de la charola haciendo crepitar los pequeños carbones, que a su vez encienden los trozos más grandes y desprenden su aroma ocre, acompañado del inolvidable humo que inevitablemente hacía llorar.  Al propiciarse un fuego vivo sobre el que se ponían las cazuelas de mi abuela, nos manteníamos cerca, soplando a la lumbre, agitando el aventador para mantener el fuego y percibir mejor los aromas del arroz con leche, las cocadas, los ates de guayaba, tejocote o membrillo y tantos olores más, todos diversos y característicos.

Cuando la abuela se ponía por la tarde a hacer sus dulces sacaba un antiguo radio con caja de madera, lo encendía para que entre ruidos raros y confusos pudiera escuchar sus radio novelas.  Así oímos “Aníta de Montemar”, “El muro del odio”, “El derecho de nacer” y otras tantas historias que con sus bien estructurados episodios nos embebían toda la tarde y casi sin darnos cuenta pasaba el tiempo hasta la llegada del anochecer. En todo el proceso había un momento muy ansiado: saborear los calzones de las cazuelas. Tan deliciosa ceremonia consistía en cultivar la paciencia y esperar a que se terminaran de envasar los dulces elaborados, para después saborear los deliciosos sobrantes que quedaban al fondo de las cazuelas, que con el dedo índice limpiábamos para chuparnos la falange de manera deleitosa.

Para esto, ya era la noche y a alguno lo habían mandado por el pan: un peso de bolillos grandes, que equivalía a diez más uno de ganancia, los cuales eran más del doble del tamaño normal. Mientras tanto, los demás seguíamos escuchando el radio, según el día de la semana: “Carlos Lacroix”, “Los catedráticos Forhans”, “El Dr. I.Q.”, “El monje loco”, “Los aficionados”, “La banda de Huipanguillo”, “La hora Azul”, “La policía siempre vigila” …


Y así como éste, muchos gratos recuerdos más de la casa de la abuela…

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