Su menuda figura, su cara llena de
cicatrices de viruela, su poco cabello peinado en dos trenzas delgaditas que le
daban debajo de los hombros. Traía permanentemente en una mano su eterno
cigarrillo marca Alas, del que no aspiraba el humo sino le soplaba para conservarlo
encendido y en la boca un dulce duro de anís para mezclar el sabor del tabaco
con el dulce.
En
el corredor que se encontraba alrededor de su jardín cuadrado de
aproximadamente quince metros por lado, con una fuente redonda en el centro,
con su techo inclinado de tejas bien alineadas, pendían jaulas con pájaros:
zenzontles, jilgueros, canarios, primaveras y más, que con sus trinos
constantes y alternados hacían la delicia de los moradores y visitantes.
Una tarde a la
semana tomaba la abuela una sillita con asiento de tule y la colocaba junto a
la puerta de la cocina que daba al jardín. Sacaba su anafre para poner a los
nietos a encender la lumbre, para lo cual teníamos que ir a la cocina de humo,
tomar un poco de carbón de la carbonera, ponerlo en una caja, buscar hojas de
periódico y cerillos, llevarlos al corredor, colocar en la parte baja de la
charola del bracero los trozos pequeños de carbón, arriba unos más grandecitos,
en la parte inferior o boca del bracero meter papel periódico y encenderlo para
que la flama propicie la pequeña fogata, sobre la que se sentará la cazuela, en
la que la abuela preparará sus ates y dulces de leche.
Un festín de
aromáticas memorias se va entretejiendo: primero, el aroma del fósforo
encendido con su llama pegada al periódico, que rápidamente enciende
desprendiendo su aroma a papel quemado. Después, al tomar el aventador o
soplador ( especie de abanico grueso hecho de hoja de carrizo o bejuco) para
agitarlo enérgicamente a corta distancia de la boca del anafre hace un fuego
muy vivo que sube por la rejilla de la charola haciendo crepitar los pequeños
carbones, que a su vez encienden los trozos más grandes y desprenden su aroma
ocre, acompañado del inolvidable humo que inevitablemente hacía llorar. Al propiciarse un fuego vivo sobre el
que se ponían las cazuelas de mi abuela, nos manteníamos cerca, soplando a la
lumbre, agitando el aventador para mantener el fuego y percibir mejor los
aromas del arroz con leche, las cocadas, los ates de guayaba, tejocote o
membrillo y tantos olores más, todos diversos y característicos.
Cuando
la abuela se ponía por la tarde a hacer sus dulces sacaba un antiguo radio con
caja de madera, lo encendía para que entre ruidos raros y confusos pudiera
escuchar sus radio novelas. Así
oímos “Aníta de Montemar”, “El muro del odio”, “El derecho de nacer” y otras
tantas historias que con sus bien estructurados episodios nos embebían toda la
tarde y casi sin darnos cuenta pasaba el tiempo hasta la llegada del anochecer.
En todo el proceso había un momento muy ansiado: saborear los calzones de las
cazuelas. Tan deliciosa ceremonia consistía en cultivar la paciencia y esperar
a que se terminaran de envasar los dulces elaborados, para después saborear los
deliciosos sobrantes que quedaban al fondo de las cazuelas, que con el dedo
índice limpiábamos para chuparnos la falange de manera deleitosa.
Para esto, ya era
la noche y a alguno lo habían mandado por el pan: un peso de bolillos grandes,
que equivalía a diez más uno de ganancia, los cuales eran más del doble del
tamaño normal. Mientras tanto, los demás seguíamos escuchando el radio, según
el día de la semana: “Carlos Lacroix”, “Los catedráticos Forhans”, “El Dr.
I.Q.”, “El monje loco”, “Los aficionados”, “La banda de Huipanguillo”, “La hora
Azul”, “La policía siempre vigila” …
Y así como éste,
muchos gratos recuerdos más de la casa de la abuela…
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